INTRODUCCIÓN A UNA VISIÓN DE LOS CELTAS
(Prólogo de “Dioses y héroes de Irlanda”)



En los últimos años se produjo en los países de origen sajón un fenómeno interesante: la revalorización de la cultura céltica. Con reediciones de obras del siglo pasado y la publicación de nuevos libros sobre el tema, el material en inglés sobre la cuestión llegó a una cantidad atípica que en algunos casos tuvo su paralelo en las traducciones al español, en una suerte de neorromanticismo.

Tal situación pudo haber tenido su origen en la difusión de los libros de Tolkien —con todo el trasfondo céltico que subyace en ellos— y en el redescubrimiento de una cultura quizá más parecida a la actual que la romana clásica o la medieval. La computación, los multimedia y las redes informáticas permiten el acceso a un entorno mágico y medianamente caótico pese a su aparente homogeneidad.

El concepto de “aldea global” no alcanza para abarcar las diferencias regionales que —en última instancia— no atentan contra la multiconectividad que permite la tecnología. Hoy cualquiera puede comunicarse con otro punto del globo sin perder su identidad.

Del mismo modo, la unidad de los celtas de la antigüedad era más cultural que racial. Aquellos pueblos a los que los griegos y los romanos conocían como celtas tenían sin duda distintos orígenes, pero a los ojos de los observadores externos tenían suficientes aspectos compartidos —en lenguaje y nomenclatura, instituciones sociales y políticas y, en general, el modo de vida— para identificarlos como una nación reconocible. En lo que concierne a los celtas de la Europa continental se debe seguir los comentarios de Posidonio y sus versados sucesores, pues las comunidades sobre las que escribían hacía tiempo que se habían fusionado con otros grupos socioculturales. Pero el resto de los celtas insulares —excepto unos tristes pocos casos— y sus tradiciones diferenciadas (que son importantes por su extensión y antigüedad), no sólo revelan una estrecha afinidad entre las culturas de los celtas de Irlanda y de Britania. También corroboran algunos de los más sorprendentes comentarios fidedignos hechos por los autores clásicos acerca de los celtas continentales. Más aún, con el paso del tiempo se advierte una destacable consistencia en los comentarios de los observadores extranjeros al escribir sobre los celtas. Por eso, aun cuando indudablemente la noción popular acerca de ellos reflejada en la literatura moderna fue coloreada por el romanticismo dieciochesco y decimonónico con su sensibilidad por lo neblinoso, la magia y la melancolía, no tuvo su origen en ese período.

De hecho, muchos de los atributos adscritos a los celtas —elocuencia, genio lírico, temperamento volátil, prodigalidad, bravura temeraria, entusiasmo, espíritu de contradicción y cosas así— merecieron abundante espacio, apareciendo en los relatos de los autores clásicos de dos milenios atrás. Y frecuentemente, al leer los comentarios de los nobles isabelinos acerca de los nativos irlandeses, se tiene la extraña sensación de haber visto mucho de eso antes; para ser más precisos, en Posidonio y sus continuadores. Todo lo cual parece sugerir que una representación etnológica tergiversada, una vez que surgió, nunca muere... o —alternativamente— que abstracciones como el “carácter céltico” y el “temperamento céltico” pueden en última instancia tener alguna base cierta. Nunca existió una “nación celta”, pero el trasfondo cultural, idiomático e ideológico subyacía en los mitos regionales. Así, el ciclo britano —o sea el de la isla de Gran Bretaña— tuvo su apogeo en la Bretaña francesa (la “Pequeña Bretaña”, luego de que la mayoría de los celtas de Gales y de Cornualles migraran hacia el continente durante las invasiones sajonas). Pero al mismo tiempo también era una re-presentación del ciclo irlandés de Fionn, que a su vez continuaba reelaborando las historias del “Libro de las invasiones”.

En última instancia, todo el conjunto de leyendas se orienta a justificar las conquistas de las tribus anteriores por parte de las nuevas y la lucha contra las siguientes. En el imaginario medieval, lo primero pasó a ser la lucha del santo guerrero contra el dragón —la cosa innominada, lo primitivo, según Mircea Eliade— y lo segundo lo era la lucha contra la magia de los recién llegados. Pero en las culturas célticas había algo más, algo que no puede dejar de afectar al lector moderno inmerso en una crisis cultural y religiosa —ambas facetas heredadas de un Imperio Romano herido de muerte y de un Cristianismo cada vez más fosilizado—: el postulado de que la raza tiene su origen en un dios de la muerte (el Dis Pater, que nombraba César) en un concepto totalmente entrópico que resulta evidente en más de una leyenda. Por otro lado, el héroe es tal por hacer lo que debe pese a las circunstancias. El final de todo siempre es lo mismo, pero lo más importante es el acto (y esto también está relacionado con el concepto escandinavo —vikingo— de la vida). El nombre, la fama, eran lo más importante. El Destino puede ya estar escrito, pero —parafraseando el pensamiento de san Agustín— lo trascendente es la actitud. Cuando Oissin marcha a la tierra del oeste con la hija del dios de los muertos y luego —por añoranza— regresa a Irlanda, había dejado de pertenecer a la historia cronológica. Al romper en forma inconsciente una obligación, envejece súbitamente y no puede regresar con su esposa. Había roto el puente con el kairós, con el tiempo macrocósmico. Se encuentra con san Patricio y le relata las historias de los fianna y, cuando el santo le ruega que se convierta a la nueva religión, la rechaza. “No puedo creer que el Cielo esté cerrado para los fianna ni que el mismo Dios no estaría orgulloso de llamarse amigo de Fionn. Y si no fuera así, ¿de qué me sirve la vida eterna donde no se caza, ni se corteja hermosas mujeres, ni se escuchan las canciones y los relatos de los bardos? No, iré con los fianna, ya sea que estén sentados a la mesa del festín o sobre su fuego.”

Este concepto es muy trascendente. Los druidas, que eran quienes conocían el sentido de los relatos, hacía tiempo que ya habían desaparecido. Pero el trasfondo pervivió y no se perdió con la posterior evemerización de los ciclos legendarios ni con su vulgarización, cuando las historias comenzaron a ser transcritas por los monjes copistas que no evitaban las glosas o modificadas por el pueblo común, que las transformó en cuentos populares. En ciertas tradiciones, el culto a los muertos sigue siendo importante. Desde el Halloween norteamericano (el Hallows' Eve antiguo, la céltica festividad de Samhain) hasta la hispánica Fiesta de Todos los Santos —y España también perteneció al mundo céltico—. Quizá —por eso mismo— tampoco sea accidental que se esté tratando de “importar” aquel Halloween a estas tierras luego de que se perdiera la tradición de las hogueras de San Juan, que coincidían con el ciclo agrario y se sincretizaban con ciertas ceremonias precolombinas. Porque, en definitiva, las leyendas célticas poseían ese sentido cosmogónico que hoy se trata de paliar a través de posturas ecologistas o en el buceo de filosofías orientales burdamente occidentalizadas: el sentido de pertenencia y unidad con el entorno, con el mundo. Con uno mismo.

Santiago Oviedo

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