EL HECHIZO DE LAS ISLAS


La moderna literatura fantástica tiene una especial predilección por las islas. El ciclo de Terramar, de Úrsula LeGuin, y las historias de Elric de Melniboné, de Moorcock, están ambientados en universos constituidos por archipiélagos. También se puede incluir en este grupo a los relatos de Clark Ashton Smith sobre Zotique e Hyperbórea, en los que estos dos continentes se hallan acompañados por grupos insulares. Y, por supuesto, no se puede dejar de citar la obra de Tolkien, donde esos accidentes geográficos tienen una función preponderante: la Isla Solitaria transporta a los Elfos desde la Tierra Media a Valinor y luego es el escenario de la lucha genocida que lleva al pronunciamiento de la Profecía de Mandos y a la trágica y heroica historia de Beleriand; en la Isla de Balar se albergan los que resisten a Morgoth antes de la campaña de los Poderes; las Islas Encantadas velan la tierra bendita de Valinor y en Númenor los Dúnedain alcanzan el pináculo de su gloria e inician su caída.

Dicha fascinación expresa el mismo esquema que existe en la ciencia ficción: el mar —el espacio— es lo vasto y azaroso, lo desconocido plagado de peligros en donde el hombre se halla solo consigo mismo; las islas —los planetas— ofrecen la posibilidad de enfrentarse a la alteridad, a lo distinto. Son el punto forzoso de una escala a la vez anhelada y temida. Los horrores más grandes y la belleza suprema, el conocimiento o la locura, pueden residir en esos lugares que resulta inevitable alcanzar. Nadie puede permanecer eternamente en el mar o en el espacio una vez que dejó lo conocido y el riesgo existente en lo que se puede llegar a descubrir estriba —tal vez— en que, en última instancia, el protagonista termina enfrentándose a sus miedos y defectos al verse reflejado o distorsionado en el otro.

El mar es lo primigenio, lo indominable. Las islas son al mismo tiempo alteridad y aislamiento. El viaje puede ser iniciático, de aventuras o —generalmente— una casi indeferenciable mezcla de ambos. Todo converge en un esquema “conradiano” (otro amante de los mundos insulares): la soledad del ambiente es la soledad del individuo, la ajenidad del medio es también el desconocimiento del propio mundo interior, y en el choque de culturas resultante —o ante la ausencia casi total de ella, como en el caso de aislamiento casi absoluto de una novela realista como “Robinson Crusoe”— el conflicto se resuelve a través de una conmoción de los valores del protagonista.

Por supuesto, Defoe y Conrad no pueden ser catalogados fácilmente como autores fantásticos. Muy escasamente podría hacérselo con santo Tomás Moro y su isla de Utopía. Lo que sucede es que en la cultura europea existe un sustrato —al que podría llamarse atávico— que lleva a buscar en las islas todo lo maravilloso o mágico que, en resumidas cuentas, es la búsqueda del mundo ideal platónico, un mundo que en última instancia demuestra que en el universo de las cosas no existe lo absoluto.

Es inevitable referirse a las playas que recorriera Ulises en la Odisea y quizá hasta resulte algo simplista. Después de todo, las civilizaciones del Mediterráneo se desarrollaron en un mar plagado de islas. Más interesante resulta el caso de la Atlántida de Platón, por el hecho de que es la primera referencia documentada de la especulación acerca de la posibilidad de la existencia de otras tierras más allá de las Columnas de Hércules.

Durante la Edad Media, por otra parte, es notable la profusión de islas imaginarias en los mapas y en los portulanos, islas “descritas en el mapamundi pero (que) no se sabe si están encantadas o si están fundidas”, según glosaba un cronista de la época.

En el norte del Atlántico se podían hallar desperdigadas las islas del monje irlandés san Brandán —descritas en la Navegatio Sancti Brandanis, que narra su periplo hasta la Isla de los Bienaventurados, que podría pertenecer a alguna parte del continente americano, si es que el viaje efectivamente tuvo lugar—, así como O’Brasil o Breizh-Il y la clásica Thule.

En la región ecuatorial solían figurar también las Islas Afortunadas —basadas en una leyenda que las remontaba a la época de la Atlántida—, la Isla de las Siete Ciudades —de las que se sostenía que habían sido pobladas por españoles que habían escapado de la invasión de los moros y que figuraron en los mapas hasta fines del siglo XV— y la Ante Ilha o Antilla, la isla europea más occidental, que contenía en sus arenas una tercera parte de oro.

Pero la mayor búsqueda de lo sobrenatural y de lo maravilloso en las islas está en las leyendas célticas. En los mitos irlandeses, la tribu de los Tuatha Dé Dannan, raza divina versada en las artes mágicas habría llegado a ese país desde las Islas del Norte o del Oeste. Al occidente estaba la patria de los demoníacos Fomorés; pero también la espléndida Tir na nOg, la Tierra de los Jóvenes, una suerte de Campos Elíseos en donde moraban los muertos bienaventurados o algunos héroes favorecidos por los dioses. El dios acuático Mánannan mac Lir, hijo del Mar, vive en la Isla del Manzano, donde un árbol tiene ramas de plata con frutas de oro y sus dos cerdos son cocinados todas las noches y resucitan al día siguiente.

Alcanzar esas islas, para la mentalidad céltica, podía llegar a resultar peligroso y en cualquier caso no era nada intrascendente. Bran, hijo de Febal, es invitado por una mujer del Otro Mundo a su isla y en el viaje se cruza con Mánannan que le canta las glorias de su reino; podrá volver a ver las costas de Irlanda, pero él y sus acompañantes están sometidos a una serie de prohibiciones y aquel que las viola es destruido. Cúchulainn es seducido por la esposa de Mánannan luego de que éste la abandonara y vive con ella por un tiempo en su isla, Tir Socha, el País Luminoso; en este caso, tanto el héroe como su cochero pueden regresar sin inconvenientes, pero hay que recordar que el equipo de Cúchulainn (caballos, carro, auriga y él mismo) eran los primeros en su clase, prácticamente semidivinos. Sin embargo, en la historia de Oisin, hijo de Fion —paladín del Ciclo de Leinster— aparece otra vez la prohibición de poner pie en la tierra de los vivos y el héroe padecerá las consecuencias de su imposibilidad de cumplir con el mandato.

Dentro de la Irlanda ya cristianizada —cuando muchos anacoretas se arriesgaban, buscando un lugar aislado para dedicarse a la oración, a echarse a la deriva en sus barcas de cuero para ir más allá de las Shetlands o de las Órcadas y llegar incluso hasta Islandia— tanto el Viaje de Maeldun como el Viaje de san Brandán continuarán con esa tradición de narrar la navegación de isla en isla, con la descripción de hechos maravillosos y la referencia a prohibiciones de tipo mágico.

Por lo tanto resulta lógico que esas mismas tradiciones llegaran a tener influencia en la moderna literatura fantástica. En su mayor parte se trató tan sólo de ser la herramienta para ambientar lo ajeno primordialmente en islas ante que en países continentales distantes. Pero en algunos casos, la creación se vio transformada más profundamente.

En el caso de la Númenor de Tolkien, hay quienes sostienen que en las leyendas gaélicas existía una isla-continente prodigiosa cuyo nombre sería Numinor, con una historia similar a la de la Atlántida. Sin embargo, el hecho de que la única referencia a ella aparece en una obra de Pauwells y Bergier (“El retorno de los brujos”), lleva a que esa especulación sea tomada con pinzas. De todas maneras, también hay que tener presente que sí existió la leyenda del País de Bouss, igualmente sepultado en el océano.

Del mismo modo, en variantes del mito de Arturo se relata que dicho héroe fue llevado luego de la batalla de Camlam a la isla de Avalón, en la que aguarda el instante de su regreso una vez curadas sus heridas. El nombre de la isla hace referencia a los manzanos —y remite de inmediato a Mánannan mac Lir— y también tiene resonancias que recuerdan a una ciudad de Tol Eressëa, la Isla Solitaria: Avalonnë. La escena en la que una barca transporta al rey moribundo a través de una niebla que se abre para dejar vislumbrar las costas de la isla se refleja en el pasaje en el barco de Frodo parte de los Puertos Grises.

En definitiva, más allá de la agitación que puedan producir en el subconsciente, el hechizo de las islas reside en que también el lector se enfrenta a la soledad que trasuntan, por lo que vive el periplo con la misma intensidad e incertidumbre, con idéntico anhelos y esperanzas, que el protagonista. Porque, a fin de cuentas, ellas son todo lo que no se tiene, lo que se perdió o lo que nunca se poseyó. Lo que se ansía y lo que se teme. Son lo que permite dar rienda suelta a la imaginación tanto para evadirse de un mundo rutinario como para adentrarse en especulaciones que rozan la frontera de lo metafísico.

La vida —desde esa perspectiva— es algo tan informe e irracional, algo tan vivo y proteico como esas aguas que pueden llegar a producir catástrofes sin tener consciencia de ello y los seres humanos, en última instancia, no son sino buques que se cruzan en la noche marina, islas perdidas en el océano. Universos que flotan en un vacío sin luz.

Santiago Oviedo

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