JABALÍES Y DRAGONES


La moderna literatura de H&H —Héroes y Hechiceros, para hacerla corresponder con la S&S de “Sword and Sorceries”— tiene una particular devoción por los dragones. Hacer un listado de obras y de autores que los incluyen demandaría demasiado tiempo y espacio.

Dichas criaturas son los oponentes indispensables de todo caballero que se precie de serlo, y forman el bando de los malvados junto con los nigromantes y otras criaturas demoníacas.

Son, por cierto, herederos directos de los dragones de la mitología medieval. Sin embargo en aquellas leyendas no eran los únicos representantes del Mal primigenio. Dentro del área de influencia de la cultura céltica —las islas británicas y la Normandía bretona— los jabalíes jugaban un idéntico papel. Ambas bestias eran símbolo de lo telúrico y de la violencia cósmica. Eran la alegoría de lo “Uno” no fragmentado de antes de la Creación. El Caos frente al Cosmos.

Si se considera la historia europea y el trasfondo cosmogónico de esas mitologías, es fácil darse cuenta de que en aquellos seres residía la metáfora que apuntaba a los habitantes primitivos. En el esquema del universo legendario, el mundo de los hombres lindaba al oeste con la región sobrenatural de los continentes míticos, que se extendían más allá del “mar-océano” conocido —donde moraban los dioses—, y al este con las tierras desde las que provenían todos los males. Las oleadas migratorias venidas de las estepas asiáticas presionaban sobre las anteriores y se producían choques con los habitantes locales. En ese contexto, dragones y jabalíes eran los “autóctonos”, y la lucha del campeón de la tribu contra la bestia representaba el combate que se producía entre dos culturas diferentes, al tiempo que alertaba contra cualquier elemento exógeno que pudiera afectar al nuevo entorno.

Luego de las invasiones bárbaras ese concepto fue dando paso al de la lucha contra el Mal puro, y en las leyendas sobre santos comenzó a verse a dichas criaturas como símbolos del pecado.

En el ciclo artúrico primitivo, por ejemplo —cuerpo literario conformado por las leyendas celtobretonas, que poco tiene que ver con la versión de Thomas Mallory, más cortesana— se dice que el jabalí Troit era un soberano transformado en bestia por culpa de sus pecados. Sin embargo —pese a esa evidente influencia del cristianismo— no dejan de entreverar las raíces originales. Los caballeros de Arturo se ven lanzados a una gesta en la que deben obtener unos elementos mágicos que se encuentran enredados en la pelambre del jabalí —un peine, un par de tijeras y una navaja—. Dichos objetos —herramientas socializadoras y símbolos de cultura— no pueden sino representar los conocimientos y las habilidades que poseían los anteriores pobladores del lugar. Los héroes —el grupo invasor— los obtiene a costa de no pocos esfuerzos, y al mismo tiempo consiguen expulsar al jabalí y a su piara más allá de las costas del reino.

En la misma leyenda recogida por el Mabinogion galés también está presente la hazaña de conseguir un colmillo del Príncipe de los Jabalíes, con el que se deberá fabricar una copa. Todas estas acciones están destinadas a cumplimentar un geis, o sea una promesa ceremonial, en virtud de la cual el protagonista podrá desposar a una doncella. Con eso, una vez más, se está frente al conquistador que demuestra sus méritos para poder poseer las nuevas tierras representadas por el elemento femenino.

El mismo Mallory —muy posterior según ya se señaló— en el pasaje en el que Sir Lancelot está sumido en un rapto de locura, narra la muerte de un jabalí lo suficientemente feroz como para herir a uno de los caballeros más sobresalientes de la Cristiandad.

Ahora bien, el jabalí es un animal perteneciente a la biota europea, y es en parte razonable que sirva para representar a las fuerzas adversas desencadenadas. Después de todo es una de las pocas bestias de porte en el entorno del viejo continente. Otra era el uro, el toro salvaje hoy desaparecido, pero a pesar de su tamaño se trataba de un rumiante, y por lo tanto era más pacífico y poco apto para desempeñar ese papel.

Sin embargo el área de difusión del jabalí como símbolo nefasto se circunscribió al entorno céltico —por supuesto sin olvidar casos como el de Erimanto de los trabajos de Hércules, que no deja de presentar similitudes con el Troit artúrico—. Aun así, tanto para ellos como para los antiguos germanos, el jabalí también era energía pura, y más de una vez el distintivo forjado en bronce con el diseño de ese animal encabezaba la carga de las huestes o adornaba el casco de algún guerrero.

Los dragones, por otro lado, son criaturas imaginarias. Por ende están dotados de un elemento mágico que los hace más tenebrosos como elemento icónico, y acaso sea ésa la razón de su mayor difusión y supervivencia.

Aporte aparentemente llegado de Oriente, en China, Japón e Indonesia —quizás por el hecho de ser sociedades más estables, menos presionadas por la amenaza de una volkerwanderung— eran considerados entidades benéficas. Si bien eran criaturas preponderantemente terrenales y carecían de alas —a diferencia del arquetipo europeo— contaban con la capacidad de desplazarse por el aire.

En Occidente, en cambio, el dragón destilaba malevolencia y era en extremo peligroso. Dotado de poderes sobrenaturales, era capaz de dominar incluso a las voluntades más fuertes. Poesía una codicia casi ilimitada de riquezas —pese a que no le eran de ninguna utilidad—, y siempre se lo consideraba guardián de tesoros ocultos. Posteriormente —en la literatura cortesana— también podía tratarse del vigilante de una doncella prisionera.

La muerte del dragón a manos del paladín era azarosa. Cuando Sigfrido consigue hacerlo, se baña en su sangre y se torna invulnerable excepto en el lugar de su espalda en la que se le había posado una hoja de tilo. Posteriormente será herido a traición en ese punto, que era su única debilidad frente a la envidia ajena. No obstante sólo podrá ser asesinado por otro esforzado caballero, puesto que la muerte de un adalid de la raza no podía ser realizada sino por alguien que ostentara las mismas cualidades y virtudes.

En el Beowulf —poema anglosajón que versa sobre las aventuras de un héroe escandinavo en Dinamarca y Suecia—, éste consigue destruir al dragón que asolaba sus tierras a costa de la propia vida. Anteriormente —en Dinamarca— había aniquilado al monstruoso Grendel y a su no menos tenebrosa madre. Estas acciones hablan sido realizadas por mero ímpetu juvenil; la muerte del dragón, en cambio, era una sencilla pero decisiva cuestión de obligación moral: como rey debía librar a sus súbditos de ese azote.

Lo interesante de la hazaña de Beowulf es su paralelismo con la muerte de Glaurung a manos de Túrin Turambar, narrada en El Silmarillion de Tolkien. Ambos marchan prácticamente solos contra el gusano —como se lo solía denominar en las obras medievales—: Beowulf lo hace con un guerrero; Túrin con dos, de los cuales uno se acobarda. El único acompañante de ambos arremete contra la bestia, pero el golpe decisivo lo da el héroe. En las dos situaciones, la quemante y negra sangre del dragón que chorrea a lo largo de la espada los desmaya.

Ese paralelismo no es nada sorprendente si se considera que el autor de El Señor de los Anillos anhelaba que fuera posible crear una obra épica inglesa que tuviera la atmósfera de textos como el Beowulf sajón, las Eddas germánicas o el Kalevala finlandés, de los que se inspiró en sus pasajes más sobresalientes.

Lo que realmente resulta Interesante es que en sus historias no haya hecho participar a ningún jabalí. Si bien eso resulta en cierta medida lógico y aceptable en otros escritores de fantasía —después de todo, como ya se dijo, el dragón es algo mucho más espectacular y mágico, pese a que no le simpatizara al escritor argentino Jorge Luis Borges—, sorprende que este autor no haya empleado una fuente de conflictos tan rica como lo es este animal, sobre todo teniendo en cuente la abundancia de leyendas célticas que lo tienen como eje principal y en las que también abrevó —y que tanto le gustaban— el meticuloso profesor de Oxford.

Por lo tanto sólo quedan los dragones de la Tierra Media, los de Terramar, los de Melniboné o los de McCaffrey —entre tantos otros—. Quizás algún día —desde el fondo de las espesuras de los bosques y a través de las páginas de una novela de H&H— las piaras de jabalíes arremetan arrasando con todo lo que encuentren a su paso. Porque realmente —en estos días de polución y de ojivas nucleares, en estas épocas de deshumanización y de hipocresía generalizada— todos saben que el Mal es algo mucho más cercano, mucho más ubicuo, que un dragón oculto en las mazmorras de un castillo abandonado.

© 1989

Santiago Oviedo

Las direcciones de correo electrónico están protegidas contra el envío automático de spam.
Para contactarse con el destinatario, elimine la letra “x” que figura como segundo carácter.