El rey de Leinster, en esa época, no era demasiado
generoso, y a Santa Brígida no le resultaba fácil
hacerle contribuir en forma respetable a sus muchas
caridades.
Cierto día, cuando el rey se mostró más
tacaño que de costumbre, ella dijo finalmente, simulando
un tono de broma:
—Entonces, concédeme al menos toda la tierra que yo
pueda cubrir con mi capa.
Y, para zafarse de su porfía, él
consintió.
En ese momento, estaban parados sobre el punto más alto
del Curragh y ella le indicó a cuatro de sus hermanas que
extendieran su capa sobre la hierba.
Ellas, obedientemente, tomaron la prenda, pero en vez de
tenderla sobre la hierba, cada una de las vírgenes, vuelto
el rostro hacia un punto distinto de la brújula,
comenzó a correr velozmente, extendiéndose la capa
a voluntad de ellas en todas direcciones. Otras piadosas damas,
al aumentar el límite, aferraron partes de la capa para
conservarle una forma más o menos circular y siguieron
estirándola hasta que la anchura fue de un
kilómetro y medio, por lo menos.
—¡Oh, Santa Brígida! —dijo el rey,
asustado—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy cubriendo (o, mejor dicho, mi capa está
cubriendo) todos tus dominios, para castigarte tu mezquindad con
los pobres.
—Oh... Vamos, vamos. No debes hacer eso. Diles a tus
vírgenes que vuelvan. Te daré una parcela decorosa
de terreno y seré más generoso en el futuro.
La santa se dejó convencer fácilmente. Obtuvo
varios acres y cuando el rey se mostraba tacaño en alguna
ocasión, a ella le bastaba con recordar las virtudes
elásticas de su capa para hacerlo entrar en
razón.